Un argentino se va a vivir a Francia. Allí se encuentra con otros argentinos y ellos se convierten en sus amigos. Él, empresario. Ellos, artistas. Para él, comprar arte siempre ha sido mucho más que mecenazgo. Encuentro con un soñador perdido en las afueras de Punta del Este.
Amanece en Buenos Aires. Su servidor se presenta con cara de dormido ante el embarcadero de Colonia Express para cruzar el estuario del Río de la Plata. ¿En el punto de mira? La montaña mágica de Carlos Abboud, situada en la región de Maldonado, en Uruguay.
En 2011, este mecenas franco-argentino-libanés construyó su casa de piedra y vidrio en la cima de una colina llamada Cerro Timbó. Es en este escenario donde imaginó un parque de esculturas al aire libre: 14 obras que se funden con el paisaje, 14 desafíos a la imaginación, 14 historias de amistad. Todos los artistas son amigos cercanos. Pero antes de eso, debemos vencer el mareo, saltar en un primer autobús en Colonia para llegar a Montevideo y luego en un segundo para dirigirse a Punta del Este, vigilando la parada de Portezuelo, un lugar que reúne un banco y una tienda de comestibles en un ambiente de western spaghetti.
Mientras espero a mi anfitrión, recuerdo nuestro primer encuentro, años atrás, en Arcueil, en los suburbios de París, en la casa de Antonio Seguí. El pintor cordobés, fallecido en 2022, enfrentaba la angustia existencial con humor y travesura, como lo demuestran sus pequeños hombrecitos perdidos en gigantescas metrópolis. Durante los años de dictadura, por su taller desfilaron varios exiliados célebres: Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Astor Piazzolla, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa.
Mucho más tarde, allí conocí a Carlos Abboud, un amigo de cuarenta años del dueño del lugar, alrededor de una gigantesca paella, entre risas y voces elevadas. Seguirían numerosos almuerzos en el Círculo de la Unión Interaliada («¿te pondrás camisa?»), discusiones acaloradas (el hombre está enfadado con Cortázar desde «Lugar llamado Kindberg»), más risas e incluso algunas lágrimas de cocodrilo (Argentina 0 – Alemania 4, cuartos de final del mundial 2010).
Carlos llegó. Después de un breve trayecto en auto, la grabadora yace sobre una pequeña mesa que domina un paisaje impresionante. Con la cabeza en las nubes, el Superman de Seguí indica la dirección del viento y nos observa. Ami, entends-tu…
La Revue: ¿Quién sos, Carlos Abboud?
Carlos Abboud: Nací en Argentina, en Buenos Aires. Estudié allí, me convertí en abogado y, a los 27-28 años, me instalé en Francia, en 1976. No fue por motivos políticos, ni económicos, ni sentimentales… Quería vivir en un lugar de libertad. Me integré, me casé con una francesa con quien tuve hijos, mientras mantenía cercanía con la colonia argentina que vivía en París. Después de convertirme en empresario, comencé a comprar obras de arte a amigos artistas. Y en 2003, decidí instalarme buena parte del año en Uruguay.
LR: ¿Cómo terminaste en esta colina, cerca de Punta del Este?
CA: Durante los veinte años que viví en Francia, iba seguido a pasar unos días en Punta del Este, en la época de Navidad. Miraba terrenos lejos de la playa. Esta sensibilidad por el interior, quizás sea influencia francesa. Sorprendía mucho a la gente. Un día, cuando decidí pasar a la acción, un agente inmobiliario me dijo: «¿Qué querés: un nido de águilas?» ¡Era exactamente lo que buscaba! A menudo me preguntan cómo encontré este lugar. Bastaba con levantar la cabeza: estas colinas existen desde siempre.
LR: ¿Cómo nació el proyecto del parque de esculturas?
CA: En esa época, había comenzado a comprar obras a mis amigos. No sé mucho de arte realmente. Sería incapaz de descubrir una obra maestra en un ático… ¡Pero comprar piezas con las que tengo un vínculo afectivo, eso sí! Tenía 35 hectáreas de terreno y, un día, un amigo, Mario Gurfein, me dijo que quería hacer una escultura gigante. La financié y la hicimos juntos. Resultó ser una Torre de Babel de hierro de más de 800 kilos. Más tarde, estuvo Pat Andrea, un amigo holandés. Después de una cena en Cerro Timbó, le dije: «Podrías hacer una escultura». Y aceptó. En total, les pedí a 14 amigos pintores, no escultores, que hicieran una escultura. Pensaba que me mandarían a la miércoles, pero todos se mostraron entusiastas. Y así, se convirtió en un lugar con esculturas originales de mis amigos.
LR: Todo lo que describís suena a una «banda de amigos». ¿Cuál es el hilo conductor que une a estos catorce artistas?
CA: Es un proyecto afectivo, sí. Son personas con las que compartí parte de mi vida, a veces muy importante. La mayoría vive en París. Los otros vivieron allí en algún momento o, como mínimo, mantienen vínculos muy fuertes con Francia. Tenemos más o menos la misma edad y quizás formamos parte de la última generación de argentinos, especialmente artistas, para quienes París es un polo de atracción muy fuerte.
LR: Esta proximidad con los artistas te permitió participar en la concepción de las obras, ¿no es así?
CA: Estoy muy agradecido, porque como decimos en argentino, «me dejaron jugar en la misma cancha». Lo que me interesa en esta historia es haber participado en la elección de los materiales, en las composiciones, en el proceso creativo, con sus momentos de duda. Un poco como un productor de cine. De hecho, lo que hice con mis amigos en esta primera fase del parque de esculturas sin duda me permitió atreverme más, en una segunda fase, contactando a escultores que no conocía para encargarles ocho nuevas esculturas. Me da un poco de pudor decirlo, pero ellos también se convirtieron en amigos. En un momento, sentí que el espacio estaba suficientemente ocupado, pero lancé una tercera fase donde compré copias de las colecciones de arte cicládico del museo de Atenas y de arte babilónico del Louvre para exponerlas en un antiguo vagón de mercancías. Quiero que los niños de Maldonado y San Carlos lo visiten. Si eso crea la chispa en uno de ellos, si tan sólo un joven se interesa por la historia o el arte, ya me sentiré feliz. También hay algo ideológico. Sigo creyendo en las emociones, una noción pasada de moda desde hace al menos cien años. Si la copia transmite la misma emoción que el original, a mí me vale.
LR: ¿Intentaste crear un país imaginario?
CA: Es cierto que al principio no había nada: ni camino, ni agua, ni electricidad. La gente que viene no imagina encontrar un lugar como este. ¿Eso lo convierte en un país imaginario? Un poco, ¿no?
LR: Vos y yo nos conocimos en casa de Antonio Seguí. Hoy, su Superman protege Cerro Timbó. ¿Podrías decirnos dos palabras sobre este súper amigo?
CA: Lo conocí pocas semanas después de llegar a París. Nos hicimos muy amigos, sobre todo en los últimos veinte años. Más allá del compartir, del afecto, fue un pilar para mí. ¿Por qué nos permitimos hacer las cosas? Yo quería hacer un parque de esculturas con amigos. ¿Lo habría hecho si me hubieran dicho: «¿Sos tonto o qué?». Aunque no era del tipo que te daba palmadas en el hombro diciendo «Dale, dale», Antonio fue clave. De hecho, un día dijo: «Sí, Carlos hizo el parque de esculturas. Pero irá mucho más lejos». No estaba tan equivocado.